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lunes, 16 de julio de 2012

La batalla, a través de los ojos del fraile

Crónica de una batalla

El franciscano reza delante del altar, mientras los últimos granos de incienso arden, impregnando el ambiente con un humo traslúcido, étereo, casi místico. "Summe gloriose Deus..." comienza a rezar en latín "ilumina las tinieblas de mi corazón, y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para hacer tu santo y verdadero mandato". Los ruidos fuera de la tienda se intensifican: armas, caballos, hombres y arreos. Tras santiguarse, se levanta, tomando el crucifijo de San Damián, una copia en peltre del cristo de su orden, ciñéndose la talega donde carga el pan con tasajo, el santo óleo y la estola funeraria, colgándose la cantimplora de cerámica, llena de agua.



Tomando la vara, se pone el sombrero de paja, y sale al exterior, donde el arzobispo de Toledo, en lo alto de una palestra, arenga a las tropas con estas palabras: "Hermanos en Cristo. Nuestros padres tuvieron que soportar la ignominia de la derrota. Nuestros abuelos, derrotados por Almanzor, rendían tributo a Córdoba. Y nuestros más antiguos antepasados, humillados por Tariq, murieron en torno al rey don Rodrigo. Más entonces, un hombre se alzó en Asturias, un hombre al que los musulmanes recuerdan con desprecio, y nosotros como a nuestro padre y fundador.

Su Santidad, el Papa, ha convocado esta cruzada, porque está en juego decidir si esta jornada será un nuevo Guadalete, o una victoria de la fe, comparable a la de Constantino en el Puente Milvio. Y como él, y como el rey don Pelayo, cuando vuestras fuerzas flaqueen, mirad vuestras banderas, vuestras vestas y espadas. En ellas, hay un símbolo que a todos nos iguala: la cruz. Y como el rey don Pelayo, cargando desesperadamente en las laderas de Asturias, recordad las palabras: “In hoc signo vinces”. Con este signo, venceréis."



La marcha a través de los pasos es larga. Las piedras son duras, y se clavan en la suela de sus abarcas. El sol, inclemente, castiga a los soldados, que reclaman a voces a los aguadores. La larga serpiente de hombres marcha por el campo de Jaén: milicias concejiles, caballeros pobres pero honrosos, las silenciosas y disciplinadas órdenes militares, con las que marcha el franciscano, los caballeros y peones del rey de Castilla, los barones y almogávares del de Aragón, el gigante de Navarra, el rey Sancho, con sus buenos jinetes. Cierran la marcha los voluntarios, aquellos llegados de Portugal, y de más allá de los pirineos. El silencio es roto por el canto del capellán templario.

Los cardos se pegan a las túnicas, tirando de ellas, amenzando con desgarrarlas. Algunos hombres caen en los repechos, extenuados, y otros les ayudan a levantarse, dándoles agua. Al final, el campamento almohade se hace visible, y la marea musulmana comienza a rezar. Les oímos en la distancia, y el corazón se encoje. García, caballero de santiago, escupe al suelo. "Carantamaula", dice. Espantajo para niños. Su órden fue diezmada en Alarcos, cuando él era un niño, un escudero al servicio de un caballero. Tiene motivos para odiar al enemigo, pues perdió a muchos amigos aquel día, y a su mentor, casi un padre para él. A la orden del maestre, se reemprende la marcha, y cada vez estamos más cerca.

Podemos ver a Al-Nasir, sentado en el palenque, rodeado por su fiera guardia de negros imesebelen, fieros senegaleses que se han encandenado al palenque jurando que no retrocederán. Voluntarios de todo el Islam están allí, junto a los rehacios andalusíes. Un esplendor de lanzas, y el refulgir de sus cascos sobre los turbantes. Nos increpan.



El rey Alfonso se levanta sobre su caballo, y da la señal. El ejército forma, con las milicias al frente, y el avance comienza, ahora abrigados bajo los escudos. Los arqueros turcos disparan sobre nosotros, y los freires se agachan formando una barrera con sus escudos, mientras los concejos, con Lope de Haro a la cabeza, avanzan con valentía. Al cabo, las flechas dan un respiro. Gómez Ramírez mira al franciscano, y se mesa la barba. "Pater, bendecid a los hombres", dice, escueto. Fray Ordoño traga saliva, y se adelanta. Las flechas caen, pero no dan a nadie. Templarios, santiaguistas, calatravos y freires de Trujillo se arrodillan, mirándole. "Salmo. Él hace que las guerras cesen en todo el mundo. El rompe el arco y parte la lanza en dos. Será exaltado entre los gentiles, será glorificado sobre la faz de la tierra. El señor de los ejércitos, está con nosotros", mira sus ojos, sus ojos que le miran, entre fieros y respetuosos. Se da cuenta entonces de que, a pesar de todo, le admiran. Él no lleva una cota de mallas, y puede comer directamente el cuerpo y la sangre de Cristo, oficiando el misterio de la consagración.



Se acerca entonces a uno de ellos, un sargento con la veste negra. "¿Como os llamáis?", pregunta. "Saguardia", responde. Desenvaina entonces su espada, y cogiéndola por la hoja, la alza mostrándola. "¡Mirad!", exclama, señalando los arriaces. "Este es el símbolo de nuestra fé. Todos empuñaréis uno, o vestiréis uno. Cristo murió, no solo por nuestros pecados, sino para hacernos hombres libres. Allí, nos aguardan los esclavos del califa. Ellos solo quieren sojuzgarnos, convertirnos en sus siervos. ¿Váis a permitirlo?" Como un clamor, los hombres alzan sus puños y dicen "¡No!". El maestre sonríe. La bendición termina con la señal de la cruz. Los hombres se levantan, las milicias parecen tener problemas. Rodeadas, algunos se dan a la fuga. El rey de Castilla ordena al maestre que avancen, y vuelven a caer las flechas. Serrano, un caballero calatravo, pasa junto a Ordoño. "Páter, a mi izquierda", le dice. Sus escudos le sirven de abrigo en el avance, aunque una flecha roza su pierna. Los moros bajan por la ladera, cargando, y chocan contra sus escudos. La lanza y la espada les recibe, presta a hundirse en carne. El combate se prolonga por horas.

"¡Que no se rompa la línea!" dice el sargento Saguardia, con una brecha sobre la ceja. Un andalusí yace muerto bajo sus pies. Gil, otro sargento templario, remata a un beréber con un tajo en la garganta. Suda bajo el capacete y el almofar. "Agua, padre", reclama un freire de Trujillo. Ramírez está herido, pero no muerto. El maestre mira hacia atrás, donde está el rey de Castilla, y el arzobispo de Toledo, con las tropas de reserva. Aguarda una orden. Pero para el temple, es preferible morir allí a retroceder. Aquello no podía ser un nuevo Alarcos.


El rey de Navarra quiere combatir, y mira nerviosamente hacia Pedro, su homólogo aragonés. Este se mantiene impasible bajo el sol. "Hay que cargar, ¿A que están esperando?" musita. Alfonso VIII aguarda un poco más, cuando todos los enemigos han rodeado a las órdenes, y a lo que queda de las milicias. Se gira al arzobispo, vestido de rojo y negro sobre la cota, con la mitra sobre el almofar, y la maza al cinto. Como eclesiástico, no puede derramar sangre, así que la maza es una sutileza para sortear este contratiempo. Los dos han dedicado gran parte de sus vidas a ese momento, y son conscientes de su importancia. "Señor arzobispo", le dice con su ademán regio, casi sin pestañear. "Vos y yo, hoy aquí morimos". Acebedo, caballero del Duero, mira al rey, y aguarda la señal. Este se gira y asiente, y el alférez agita la bandera convenida. "Al fin", dice Sancho, embrazando la lanza. Los tres reyes, y sus reservas, se lanzan al combate con fiereza. Es como si un martillo golpeara una dura piedra. Gritos, apellidos, lamentos, toques de cuerno. Los hombres caen, pero el ánimo no flaquea. La batalla dura horas, y el atardecer va abriéndose paso. Los almogávares deguellan sin piedad y los navarros dan golpes de maza. Serra, el caballero portugués, mira a Duarte, su escudero, que le pasa una petaca de cuero, llena de agua. Ramos, uno de sus hombres, mata a un moro que pretendía herir a su señor. "Tem que tomar nesse palenque maldito", dice. 



Roger de Outremer, un ultramontano, está moribundo. Pide agua al fraile, y este mira su herida. Ambos comprenden que no le falta mucho, así que Ordoño saca su esenciero, cargado de aceite, y le aplica en el rostro y la herida. "Per isctam sanctam unctionem..." dice, dándole la extrema unción. "Confesión...", musita el ultramontano, con sorprendente acento castellano. Se pone en paz con Dios. Al parecer, deja esposa, y dos hijos. Entonces recuerda que redactó su testamento semanas antes, en Toledo. 

El ejército cristiano presiona hacia el palenque, y los imesebelen atacan. Son fieros, y no tienen miedo a la muerte. Sus lanzas entran en carne como una cuchilla, y el muro de sus cuerpos de ébano parece irrompible. El califa, nervioso, mira su caballo. "Tal vez..." piensa. "Tal vez deba huír". Miquel, el almogávar, da un golpe de custel sobre la cabeza del imesebelen. Resuena un insulto en lemosino, del caballero Desbosc, mientras se lleva la mano al costado, devolviendo la lanzada recibida. "¡Veste a pastar fang, fill de puta!".


El rey Sancho se abre paso a golpes de maza, sobre su caballo. "¡Romped esas malditas cadenas!" Un imesebelen mata a su caballo, y él cae sobre él, casi aplastándole. Al alzarse, crea un hueco alrededor de sí, a golpes de maza. El último, rompe la gruesa cadena. Los navarros entran como un torbellino, y detrás de ellos, el resto del ejército. Ahora si, Al-Nasir huye, defendido por su retaguardia, a la que se masacra sin piedad. El palenque cae, y el rey de Aragón agita el pendón capturado. Tras la persecución, las tropas se reagrupan. Cansado de dar extremaunciones, Ordoño se acerca al palenque, donde el rey Alfonso, ya con manto y corona, se dirige a sus hombres con estas palabras: "¡Hombres de mis milicias! ¡Barones de Aragón! ¡Peones de Navarra! ¡Caballeros del Languedoc! ¡Soldados de las Ordenes Militares! Hemos recorrido un largo camino desde la derrota de los campos de Alarcos. Allí, nuestras banderas besaron el suelo, y nuestra sangre regó los campos. Los almohades, enseñoreados, habían jurado abrevar sus caballos en las orillas del Tíber, y usar el Vaticano como cuadra para sus caballos. Pero ese poderío, termina hoy.

Hoy, con vuestra sangre, con vuestro sacrificio, con vuestro valor, habéis conseguido la mayor de las victorias que los tiempos recuerdan. Ahora, mirad hacia el horizonte, y ved, como yo veo, una nueva tierra. Al-Ándalus toca a su fin, y surgirá de ella algo nuevo, más fuerte incluso que el imperio al que hemos derrotado hoy: una nueva Castilla, una nueva Hispania, unida tras muchos siglos. Esa es la senda que se abre. Recorrámosla
". 





El arzobispo habla luego, y dice que debemos dar gracias a Dios. Por eso, Ordoño se arrodilla, y comienza a cantar el "Te Deum". Bradley, el capellán templario se le suma. Luego, es el ejército entero. Anochece en las Navas de Tolosa, cuando el eco de sus voces resuena por el campo de batalla sembrado por miles de cadáveres. Victoria.

2 comentarios:

  1. Excelente relato.

    Me ha emocionado.
    Gracias por él, pater.

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  2. Gracias por el relato, algunas cosas no las pude ver ni oir, pues estaba muerto sobre un general andalusí y dos de sus soldados :D

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